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¿Quién al atravesar el Urgel y observar aquella llanura matizada de verde y surcada en todas direcciones por un sinnúmero de acequias y brazales no se creerá en presencia de una huerta tan extensa como fértil, en la cual la agricultura ha llegado a un extremo de perfección y prosperidad envidiables? Tierras fértiles, aguas inmejorables para el riego, clima no muy extremado ni riguroso… ¿Qué más hace falta para convertir en hermoso y rico vergel una comarca cualquiera?

Sin embargo, aquella planicie ceñida por el canal de riego más grande de España no es, pese a la natural fertilidad de su suelo, una fecunda huerta tal como aparenta y como habría derecho a esperar. No lo es, ni lo será en muchísimo tiempo, si con prestanza y mano firme no se acude a enmendar errores cometidos, que agarrados al tronco de la agricultura urgelense como al tronco de la encina se agarra el muérdago, la aprisionan y estancan, oponiéndose tenazmente a su más elemental desenvolvimiento.

Antiguo era ya en Urgel el anhelo de dotar a sus tierras de aguas para el riego, cuando, a mediados del pasado siglo, un grupo de beneméritos patricios puso por obra lo que hasta entonces nadie había sacado de la esfera del deseo. Estas sedientas llanuras, debieron de pensar, no necesitan más que agua para salir del marasmo e impotencia en que yacen; aprontemos, pues, los capitales necesarios, traigamos a ellas el agua que en el Segre abunda y que tanto aquí escasea, y el tiempo hará lo demás. Y sin dudas ni vacilaciones acometieron una empresa que si para nuestros días resulta grande, para aquella época es admirable, colosal. Grandes arrestos demostraron, pero solo comparable a ellos fue su imprevisión. Agua y tiempo: con solo tales elementos propusiéronse alcanzar lo que para ser conseguido exige un cúmulo de circunstancias que, por su desdicha, no supieron tener en cuenta.

No es el tiempo factor despreciable en la solución de los múltiples problemas que hace surgir siempre la instauración de todo nuevo riego, antes al contrario, es ley de la realidad que solo con el transcurso del tiempo pueden muchos de aquellos ser favorablemente resueltos. Mas el tiempo por sí solo tampoco basta; es preciso además poner al nuevo riego en condiciones abonadas para llegar a ser lo que debe y lo que sus implantadores se proponen; esto es, una empresa lucrativa que compense debidamente los esfuerzos y sacrificios que cuesta. Intentar que el agua, con la sola ayuda del tiempo, opere la radical transformación que la zona regable necesita experimentar, equivaldría a esperar que un tren descarrilado llegue por sí solo al punto de destino. Mientras no pongamos al convoy sobre la vía y no le dotemos de una máquina con potencia suficiente, podemos esperar sentados. Y lo propio sucederá al novel regadío: no basta el agua, no basta el tiempo; es de todo punto indispensable que le pongamos en la vía y le dotemos de un motor que le impulse; es decir, es preciso que le pongamos en determinadas condiciones y le dotemos de instituciones bien estudiadas y que, respondiendo fielmente a su objeto, le empujen y conduzcan sin interrupciones por el camino del desarrollo y del progreso. Entonces y solo entonces, con orientación fija y con los medios necesarios, el tiempo podrá ejercer su firme influencia y tras un plazo más o menos largo el antiguo secano habrá desaparecido para dejar su lugar a un verdadero regadío, con todas las ventajas a él inherentes. De otro modo, antes de llegar al fin, habránse agotado todos los medios, se habrán consumido todas las energías y de riegos no habrá allí otra cosa que el nombre.

Tal es el caso de nuestro Urgel: pese al tiempo transcurrido desde que las aguas del Segre comenzaron a correr por el Canal, aquella comarca no es más que un remedo de regadío, un regadío fracasado, un país que crece y se desarrolla, es verdad, pero tan perezosamente, con paso tan lento, que no solo no corresponde a la magnitud de los sacrificios hechos, sino que hace flaquear las esperanzas de los más optimistas. ¿A qué se debe tan lamentable fracaso? ¿Cuáles son las circunstancias que tales consecuencias han determinado? Estudiémoslo en el libro de los hechos.

Recordemos lo que era el Urgel antes del canal. Una extensa llanura que habría sido fértil de no ser seca en exceso y esparcida por ella una población a las faenas del campo dedicada. En cada pueblo uno o dos caserones para los grandes propietarios y unas cuantas casuchas para los demás dependientes o aparceros de aquellos. En relación con esto, una misérrima agricultura que pretendía inútilmente compensar lo poco intenso de los cultivos con la gran extensión de terreno cultivado. Como única cosecha, el trigo; como único apero el anacrónico arado romano; como únicas labores un superficial arañado del suelo. Abonos, ninguno y salvo las cortas épocas de siembra y recolección por todo trabajo un mahometano vagar, engendrador de malas costumbres. Fríos intensos todos los inviernos; calor excesivo y extrema sequía todos los veranos; el hambre algunas veces y la miseria siempre. Tal es el cuadro que parecerá sombrío, pero que es fiel imagen de la realidad; cerca, muy cerca de Urgel está la Litera que resta allí cual viviente reflejo de lo que el Urgel fuera.

A esta población se le puso un día el agua en el borde de sus campos y abandonándosela a sus propias fuerzas, se quiso que con solo el esfuerzo de su inteligencia, forjada en el yunque de una rutina secular y contando por todo recurso con una pobreza rayana en la indigencia, convirtiera en jardín aquel erial, como si bastara para ello la tierra que poseían, el agua que se les proporcionaba y el tiempo que transcurría; cual si la riqueza de un país pudiera improvisarse y no se necesitara para tal objeto grandes dotes de inteligencia, no menores esfuerzos de voluntad y, sobre todo, tratándose de un cambio de cultivo de tierras, grandes sumas de dinero.

El resultado fue el único que podía esperarse. El agua, tan anhelada, más que para regar, sirvió para inundar los campos; bien pronto aquella llanura quedó convertida en infecta charcha, y el paludismo, lógica secuela de todo aquello, acabó, inutilizando brazos y consumiendo las escasas reservas metálicas, de sumir al país en la más cruel y espantosa miseria.

Era preciso obrar para que no se malograra todo en sus comienzos y se pusieron manos a la obra. A fuerza de no pequeños sacrificios fueron saneándose los terrenos y pudo salirse de aquel estado de cosas. La primera imprevisión nacida de la ignorancia en achaques de riegos costó cara al país (y a la Sociedad concesionaria del canal); pero la situación aparentó por el pronto despejada y, aunque con algún retraso, podía emprenderse de nuevo la reconstitución de la riqueza agrícola y la marcha hacia el objetivo que no era otra, como sabemos, que el desarrollo de la potencia productiva de aquellas tierras, poniéndolas a contribución por medio del riego a cuyo afecto se contaba con el elemento indispensable: el agua del canal.

Hubiera sido ésta, no la pura y cristalina del río Segre, sino otra que manara de maravillosa fuente dotada de excepcionales y milagrosas virtudes agrícolas y todavía el riego de Urgel, tal como se organizó, hubiera sido un fracaso agronómico: tantas fueron las imprevisiones, tantos los errores sufridos. En un principio, obscurecidos quizás por lo radical del cambio operado, pudieron permanecer latentes y sin ejercer una influencia muy marcada en la nueva marcha que hubo de iniciarse en la región, pero bien pronto, transcurrida la que pudiéramos llamar primera infancia del regadío, al intentar el Urgel entrar en un período de franco desarrollo, aquellos errores aparecen como insorteables escollos que se oponen tenazmente a todo avance, planteando honda crisis de cuya solución depende directamente el porvenir de la comarca.

Concedida a la Sociedad anónima «Canal de Urgel» la construcción y explotación del mismo durante un plazo determinado, no supo sustraerse a la equivocada corriente generalmente seguida en estas cuestiones y, ante todo y sobre todo, se preocupó de que la obra resultara materialmente posible, relegando casi al olvido el estudio de aquellas condiciones de las cuales había de depender directa e inmediatamente el éxito de la misma obra.

En el examen de todos los regadíos no fracasados, así grandes como pequeños, tanto antiguos como modernos, descubrimos la existencia de algunas circunstancias que ya por ser comunes a todos, ya por no registrarse un solo caso de buen éxito sin ellas, pueden ser proclamadas como necesarias y esenciales. A tres reduce un detenido análisis las principales de estas condiciones, sin las cuales es inútil esperar en cualquier regadío un resultado lisonjero. Son:

Primera.—Disponer de un caudal de agua suficiente para que sea posible todo cultivo que el clima permita en la comarca.

Segunda.—Poner a disposición del regante el agua en condiciones tales que su empleo le resulte más económico que renunciar a él.

Tercera.—Dar a la Comunidad una organización adecuada para que la máquina de los riegos y el arte de regar se perfeccionen lo más rápidamente posible.

Desgraciadamente, como veremos, ni una sola de estas tres condiciones esenciales fueron tenidas en cuenta por la Sociedad concesionaria, que, si resolvió con más o menos acierto un magno problema de ingeniería, dejó planteado y sin resolver otro problema agrícola que ha llegado a nuestros días con caracteres de aguda gravedad.

Tal es el problema de los riegos de Urgel, que se manifiesta actualmente de un modo asaz complejo, pero cuyas raíces han de buscarse en la carencia de aquellas tres circunstancias que hemos señalado como fundamentales: agua bastante; agua económica, y buena organización de los riegos. ¿La solución? Subsanar omisiones; enmendar pecados; hacer lo que debió hacerse, pero no se hizo, en el primer momento; poner a nuestro riego en las mismas condiciones que han asegurado el éxito en todas partes; en una palabra: buscar más agua; modificar el noveno, y dar al país organización diferente de la que tiene. […]

Pedro Roca Cabedo, El problema de los riegos en el Canal de Urgel, pròleg de José Zulueta, Barcelona, Impremta de Pedro Ortega, 1910, p. 1-8 (fragment).

Foto: Marta Benavides

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